Oh
Boy
Niko (Tom Shilling), el
protagonista de la ópera prima del alemán Jan
Ole Gerster, representa, en
cierto modo, a una generación de jóvenes perdida y desencantada
con la realidad actual, la de una Europa que nos vendía hasta hace poco
tiempo un futuro porvenir, una vida plenamente satisfecha, una realización
personal incontestable. Niko es la encarnación del joven de veintitantos, con
estudios, sin trabajo ni oficio en plena
crisis existencial.
Avalada por la crítica europea, el filme del director alemán – que bebe
de lo autobiográfico - echa por tierra
todos estos ideales y lo hace en un escenario que en España nos han
impuesto como la panacea: Berlín, el
Berlín de su director. De hecho, la ciudad y sus lugares comunes, anónimos
y clandestinos se convierten en un personaje más en esta escapada de apenas 24
horas en la vida de Niko.
A ritmo de jazz acompañamos a este joven en su recorrido por un
intrincado autorretrato emocional, un redescubrimiento identitario en el
que no es tanto su protagonista como el resto de personajes encontradizos
quienes ayudan a definirle y a establecer una cercanía o distanciamiento en un
relato en blanco y negro que o mete al espectador en este atractivo juego
ficcional o se posiciona como un voyeur en un ejercicio casi documental.
La propuesta narrativa de Ole Gerster no oculta sus referentes.
En su coctelera cabe desde el Woody
Allen de Manhattan – al menos en lo estético - hasta la frescura y el
desenfado de corrientes europeas como la
Nouvelle Vague. El tono del filme, de hecho, parte de la comicidad gracias
a las situaciones surrealistas que experimenta el protagonista en lo que para
él es un día en el que se cumple a rajatabla la Ley de Murphy. Y a pesar de su
envoltorio socarrón, bajo sus capas subyace una crítica y un fondo más serio del
que aparenta.
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